el jardin del amado parte 2 escrito por way robert e
Capítulo VI
El Discípulo y los Murciélagos.
Se acercó un día el Discípulo al Amante y le dijo:
-Señor, empiezo a ver cómo cada cosa del Jardín contribuye a su mayor gloria; hay sin embargo,
en el más remoto extremo del Jardín, una cueva maloliente en que viven negros murciélagos de odioso
aspecto. Ellos carecen de belleza que agrade al Amado, no tienen voz para alabarle, y parece que no
rindieran ningún otro servicio en el Jardín del Amado. Dime, Señor, te lo ruego, ¿de qué manera
agradan ellos al Amado?
El Amante sonrió pues comprendió que el Discípulo crecía en el entendimiento del Amado, y le
contestó:
-Hijo mío, estas extrañas criaturas rinden, ciertamente, un gran servicio en el Jardín del Amado,
porque al surcar el cielo nocturno destruyen a muchos insectos nocivos que harían gran daño al Jardín
y mientras vuelan van cantando continuamente las alabanzas del Amado, pero tan agudo es el tono en
que están ajustadas sus voces que nuestros oídos no pueden percibirías. Más aún, haz lo que te digo y
verás otro gran servicio que ellas realizan para el Jardín del Amado. Ve a la cueva, saca cuanto encuen7
tres en su suelo y ponlo luego en una de las amelgas del Jardín.
Hizo el Discípulo lo que se le había ordenado, aunque mucho le disgustó entrar en la cueva pues
su fetidez era la más intensa que había conocido en su regalada vida, pero no titubeó en cumplir las
instrucciones del Amante y esparció en una de las amelgas del Jardín el légamo gris que halló en el
suelo de la cueva. Y aunque no comprendía de qué manera podía esto ser grato al Amado, prefirió
confiar en la Sabiduría del Amante.
Y de aquella amelga surgieron las más altas y bellas flores de todo el Jardín del Amado.
Por lo que vio el Discípulo cómo el hombre, en su ignorancia, a menudo es ciego a los servicios
que otras criaturas rinden al Amado. Y en lo sucesivo acudió muchas veces a la cueva para recoger las
ofrendas que los murciélagos guardaban para el Amado.
Capítulo VII
El Discípulo y la Roca.
Durante un largo tiempo después de que el Discípulo hubiese entrado en el Jardín, dióle el
Amante sólo tareas livianas, hasta que al fin el Discípulo, lleno del celo de realizar grandes tareas por el
Amado, se impacientó con la suavidad de sus trabajos y le dijo al Amante:
-Señor, te ruego que me des algún trabajo más duro que pueda yo hacer por el Amado, porque
es mucho lo que deseo brindarle mayores servicios.
El Amante le llevó entonces a una parte lejana del Jardín en la que había una gran roca y le dijo:
-Ésta roca luciría bien en el jardín de rocas del Amado. Si quieres una tarea pesada, llévala hasta
ahí.
Asombróse el Discípulo pues le pareció que aquella roca era demasiado grande como para que
algún hombre la pudiese mover, sin embargo se avergonzó de no intentar al menos darle debido cumplimiento
a la tarea que se le había asignado. As¡ es que, al retirarse el Amante, luchó todo el día por
mover la roca y, al cabo y con el mayor esfuerzo, logró moverla unos centímetros Al caer la noche, y
hallándose del todo exhausto, se acercó el Amante y, con toda facilidad, alzó la roca en sus brazos y la
llevó hasta el jardín de rocas. Atónito, díjole el Discípulo al Amante:
-Señor, te ruego que me expliques el significado de esta tarea y el origen de tu maravillosa
fuerza.
El Amante replicó:
-Tanto mis músculos como mi fe se han fortalecido poco a poco al realizar mis diarias labores en
el Jardín pero tú, al pedir una tarea para la que no estás preparado, has desperdiciado todo un día que
bien podría haber utilizado en desmalezar el Jardín del Amado.
Por lo que el Discípulo comprendió que un hombre debe primero empeñarse en pequeños actos
de amor, y sólo cuando éstos han acrecentado su pericia y sus fuerzas puede emprender las tareas
mayores.
Capítulo VIII
El Discípulo y la Corona de Espinas.
Un día, al cabo de una larga jornada de trabajo en el Jardín, se acercó el Discípulo al Amante y
le dijo:
-Señor, deseo sufrir por causa del Amado.
A lo que el Amante contesto:
-A menudo he oído que te quejas de las espinas que rasguñan tus brazos y de las ortigas que
pican tu rostro y de la pala que desuella tus manos; ¿qué es todo esto sino sufrir por causa del Amado?
-Eso -replicó el Discípulo- no son más que los gajes comunes de la labor de todo jardinero. Yo
querría sentir los sufrimientos que padecen los Amantes del Amado.
El Amante no le contestó sino que le miró con tristeza y le llevó a una parte amurallada del Jardín
desconocida hasta entonces para el Discípulo. En el medio del recinto se alzaba una cruz. Al verla,
llenóse de terror el Discípulo y se puso a temblar violentamente, pero el Amante le cogió por un brazo y,
llevándole hasta el pie de la cruz, le dijo:
-Esta es la cruz del Amado, y en ella deben sufrir todos sus Amantes.
Cayó entonces sobre el Discípulo una gran angustia y un gran temor, y no podía hablar y las
piernas a duras penas podían soportarle. El Amante cogió una corona de agudas espinas y la puso
suavemente sobre la cabeza del Discípulo. Tan pronto como las espinas tocaron su carne, experimentó
el Discípulo un tormento de agonía como si todo el sufrimiento del mundo se hubiera juntado sobre él.
Tal fue su miedo y su dolor que se desmayo y no supo más de sí. Cuando se recuperó, hallóse tendido
sobre la suave yerba del Jardín y al Amante sentado junto a su cabeza que le miraba compadecido.
Entonces, por primera vez, vio el Discípulo las heridas en las manos, pies y frente del Amante, y las
manchas de sangre que oscurecían su túnica debajo de ambos brazos.
-Hijo mío -dijo el Amante-, ¿cómo esperabas soportar los padecimientos de los Amantes si aún
eres incapaz de llevar con alegría las pequeñas mortificaciones que por causa del Amante te trae el
trabajo de cada día? De verdad te digo que con tal suavidad puse la corona de espinas en tu frente que
ni una sola llegó a herir tu piel.
Así fue como el Discípulo comprendió que el Amado permite que sobre cada Amante caiga sólo
aquel sufrimiento que cada uno puede soportar y, desde ese día, el Discípulo llevó con alegría las
pequeñas mortificaciones que le deparaba su labor en el Jardín.
Capítulo IX
La Consolación del Discípulo.
Solía el Amado visitar a menudo el Jardín, tanto por la gran alegría que le causaba como por el
amor que sentía hacia el Amante y su Discípulo. Y en estas ocasiones hablaba con el Amante, pero el
Discípulo, cuyo amor no era aún perfecto, no podía oír ni ver al Amado, y sólo experimentaba una rara
alegría que no sabía a qué atribuir. Esto acongojó al Discípulo pues le pareció que por causa de sus
pecados, nunca podría encontrar al Amado. Llorando, se acercó un día al Amante y le dijo:
-Señor, sé que soy un gran pecador y mucho me temo que por más que busque toda mi vida
nunca llegaré a encontrar al Amado por causa de mis pecados.
A lo que el Amante le respondió sonriendo con dulzura:
-Hijo mío ¿recuerdas cómo estabas aquel día en que llegaste al Jardín?
-Sí -dijo el Discípulo-, lo recuerdo. Fue un día oscuro y triste, como si el sol nunca hubiese
entrado en el Jardín.
- ¿ Qué ocurrió cuando empezaste a despojarte de tus ricas vestiduras? -siguió preguntando el
Amante.
-Pareció -contestó el Discípulo- como si el sol hubiese perforado las nubes y todo el jardín se
hubiera inundado de una luz celestial y gloriosa, una luz como la que diariamente ilumina el Jardín.
Y dijo el Amante:
-Has de saber que el Amado mismo es la luz del jardín, y desde que comenzaste a buscarle ya
le habías encontrado, porque nadie puede sentir el deseo de buscarle si Él antes no se le ha revelado.
Con lo que el Discípulo experimentó un gran consuelo al saber que, aun sin oírle ni verle, ya
había hallado al Amado y, con ello, púsose a trabajar con más alegría aún en el servicio del Amado.
El Discípulo y los Murciélagos.
Se acercó un día el Discípulo al Amante y le dijo:
-Señor, empiezo a ver cómo cada cosa del Jardín contribuye a su mayor gloria; hay sin embargo,
en el más remoto extremo del Jardín, una cueva maloliente en que viven negros murciélagos de odioso
aspecto. Ellos carecen de belleza que agrade al Amado, no tienen voz para alabarle, y parece que no
rindieran ningún otro servicio en el Jardín del Amado. Dime, Señor, te lo ruego, ¿de qué manera
agradan ellos al Amado?
El Amante sonrió pues comprendió que el Discípulo crecía en el entendimiento del Amado, y le
contestó:
-Hijo mío, estas extrañas criaturas rinden, ciertamente, un gran servicio en el Jardín del Amado,
porque al surcar el cielo nocturno destruyen a muchos insectos nocivos que harían gran daño al Jardín
y mientras vuelan van cantando continuamente las alabanzas del Amado, pero tan agudo es el tono en
que están ajustadas sus voces que nuestros oídos no pueden percibirías. Más aún, haz lo que te digo y
verás otro gran servicio que ellas realizan para el Jardín del Amado. Ve a la cueva, saca cuanto encuen7
tres en su suelo y ponlo luego en una de las amelgas del Jardín.
Hizo el Discípulo lo que se le había ordenado, aunque mucho le disgustó entrar en la cueva pues
su fetidez era la más intensa que había conocido en su regalada vida, pero no titubeó en cumplir las
instrucciones del Amante y esparció en una de las amelgas del Jardín el légamo gris que halló en el
suelo de la cueva. Y aunque no comprendía de qué manera podía esto ser grato al Amado, prefirió
confiar en la Sabiduría del Amante.
Y de aquella amelga surgieron las más altas y bellas flores de todo el Jardín del Amado.
Por lo que vio el Discípulo cómo el hombre, en su ignorancia, a menudo es ciego a los servicios
que otras criaturas rinden al Amado. Y en lo sucesivo acudió muchas veces a la cueva para recoger las
ofrendas que los murciélagos guardaban para el Amado.
Capítulo VII
El Discípulo y la Roca.
Durante un largo tiempo después de que el Discípulo hubiese entrado en el Jardín, dióle el
Amante sólo tareas livianas, hasta que al fin el Discípulo, lleno del celo de realizar grandes tareas por el
Amado, se impacientó con la suavidad de sus trabajos y le dijo al Amante:
-Señor, te ruego que me des algún trabajo más duro que pueda yo hacer por el Amado, porque
es mucho lo que deseo brindarle mayores servicios.
El Amante le llevó entonces a una parte lejana del Jardín en la que había una gran roca y le dijo:
-Ésta roca luciría bien en el jardín de rocas del Amado. Si quieres una tarea pesada, llévala hasta
ahí.
Asombróse el Discípulo pues le pareció que aquella roca era demasiado grande como para que
algún hombre la pudiese mover, sin embargo se avergonzó de no intentar al menos darle debido cumplimiento
a la tarea que se le había asignado. As¡ es que, al retirarse el Amante, luchó todo el día por
mover la roca y, al cabo y con el mayor esfuerzo, logró moverla unos centímetros Al caer la noche, y
hallándose del todo exhausto, se acercó el Amante y, con toda facilidad, alzó la roca en sus brazos y la
llevó hasta el jardín de rocas. Atónito, díjole el Discípulo al Amante:
-Señor, te ruego que me expliques el significado de esta tarea y el origen de tu maravillosa
fuerza.
El Amante replicó:
-Tanto mis músculos como mi fe se han fortalecido poco a poco al realizar mis diarias labores en
el Jardín pero tú, al pedir una tarea para la que no estás preparado, has desperdiciado todo un día que
bien podría haber utilizado en desmalezar el Jardín del Amado.
Por lo que el Discípulo comprendió que un hombre debe primero empeñarse en pequeños actos
de amor, y sólo cuando éstos han acrecentado su pericia y sus fuerzas puede emprender las tareas
mayores.
Capítulo VIII
El Discípulo y la Corona de Espinas.
Un día, al cabo de una larga jornada de trabajo en el Jardín, se acercó el Discípulo al Amante y
le dijo:
-Señor, deseo sufrir por causa del Amado.
A lo que el Amante contesto:
-A menudo he oído que te quejas de las espinas que rasguñan tus brazos y de las ortigas que
pican tu rostro y de la pala que desuella tus manos; ¿qué es todo esto sino sufrir por causa del Amado?
-Eso -replicó el Discípulo- no son más que los gajes comunes de la labor de todo jardinero. Yo
querría sentir los sufrimientos que padecen los Amantes del Amado.
El Amante no le contestó sino que le miró con tristeza y le llevó a una parte amurallada del Jardín
desconocida hasta entonces para el Discípulo. En el medio del recinto se alzaba una cruz. Al verla,
llenóse de terror el Discípulo y se puso a temblar violentamente, pero el Amante le cogió por un brazo y,
llevándole hasta el pie de la cruz, le dijo:
-Esta es la cruz del Amado, y en ella deben sufrir todos sus Amantes.
Cayó entonces sobre el Discípulo una gran angustia y un gran temor, y no podía hablar y las
piernas a duras penas podían soportarle. El Amante cogió una corona de agudas espinas y la puso
suavemente sobre la cabeza del Discípulo. Tan pronto como las espinas tocaron su carne, experimentó
el Discípulo un tormento de agonía como si todo el sufrimiento del mundo se hubiera juntado sobre él.
Tal fue su miedo y su dolor que se desmayo y no supo más de sí. Cuando se recuperó, hallóse tendido
sobre la suave yerba del Jardín y al Amante sentado junto a su cabeza que le miraba compadecido.
Entonces, por primera vez, vio el Discípulo las heridas en las manos, pies y frente del Amante, y las
manchas de sangre que oscurecían su túnica debajo de ambos brazos.
-Hijo mío -dijo el Amante-, ¿cómo esperabas soportar los padecimientos de los Amantes si aún
eres incapaz de llevar con alegría las pequeñas mortificaciones que por causa del Amante te trae el
trabajo de cada día? De verdad te digo que con tal suavidad puse la corona de espinas en tu frente que
ni una sola llegó a herir tu piel.
Así fue como el Discípulo comprendió que el Amado permite que sobre cada Amante caiga sólo
aquel sufrimiento que cada uno puede soportar y, desde ese día, el Discípulo llevó con alegría las
pequeñas mortificaciones que le deparaba su labor en el Jardín.
Capítulo IX
La Consolación del Discípulo.
Solía el Amado visitar a menudo el Jardín, tanto por la gran alegría que le causaba como por el
amor que sentía hacia el Amante y su Discípulo. Y en estas ocasiones hablaba con el Amante, pero el
Discípulo, cuyo amor no era aún perfecto, no podía oír ni ver al Amado, y sólo experimentaba una rara
alegría que no sabía a qué atribuir. Esto acongojó al Discípulo pues le pareció que por causa de sus
pecados, nunca podría encontrar al Amado. Llorando, se acercó un día al Amante y le dijo:
-Señor, sé que soy un gran pecador y mucho me temo que por más que busque toda mi vida
nunca llegaré a encontrar al Amado por causa de mis pecados.
A lo que el Amante le respondió sonriendo con dulzura:
-Hijo mío ¿recuerdas cómo estabas aquel día en que llegaste al Jardín?
-Sí -dijo el Discípulo-, lo recuerdo. Fue un día oscuro y triste, como si el sol nunca hubiese
entrado en el Jardín.
- ¿ Qué ocurrió cuando empezaste a despojarte de tus ricas vestiduras? -siguió preguntando el
Amante.
-Pareció -contestó el Discípulo- como si el sol hubiese perforado las nubes y todo el jardín se
hubiera inundado de una luz celestial y gloriosa, una luz como la que diariamente ilumina el Jardín.
Y dijo el Amante:
-Has de saber que el Amado mismo es la luz del jardín, y desde que comenzaste a buscarle ya
le habías encontrado, porque nadie puede sentir el deseo de buscarle si Él antes no se le ha revelado.
Con lo que el Discípulo experimentó un gran consuelo al saber que, aun sin oírle ni verle, ya
había hallado al Amado y, con ello, púsose a trabajar con más alegría aún en el servicio del Amado.
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